San Francisco de Asís, el santo patrono de Cuetzálan, estuvo de fiesta el pasado 4 de octubre. Esta vez el cielo fue benévolo, pues no mandó la lluvia que suele caer con fuerza en la sierra Norte por estas fechas en las que se llevó a cabo una edición más de la Feria del Café, organizada por el Ayuntamiento para promocionar al municipio en torno a las tradiciones indígenas y la abundante producción de este grano aromático en la zona, con el fin de captar turismo, ramo que le genera importantes recursos a este pueblo mágico.
De modo que durante toda una semana se llevaron a cabo actividades culturales y deportivas, además de espectáculos musicales, pero para los habitantes indígenas el día principal es precisamente el dedicado al santo nacido en Asís, Italia, en la Edad Media, conocido por su gran humildad y por su amor a todos los animales y fundador de la orden de los Franciscanos que llegó a la nuestro país junto con los conquistadores.
Como en toda feria de pueblo, lo que abundó fueron los puestos de todo tipo de mercancías, distribuidos a lo largo de la calle principal y los alrededores del zócalo, hasta en las escalinatas, los cuales se disputaron los escasos espacios existentes con los juegos mecánicos cuya tarifa exagerada (30 pesos por persona) hacía que muchos pequeños se quedara nomás mirando.
En esas condiciones, desde el jueves 3, iniciaron los festejos al santo, con la “entrada de la cera” a la iglesia de San Francisco, ubicada en pleno centro de la ciudad. Una procesión organizada por el mayordomo, a quien le tocó esta vez sufragar los gastos este año, entre ellos el mandar a hacer enormes figuras de cera amarilla labradas artísticamente, como ofrenda principal al santo patrono, que era llevado en andas por los fieles católicos quienes llevaban sus propias ceras y flores en la mano, seguidos por una banda de música y danzantes que portaban coloridos atuendos. Esta procesión surgió a un costado de la iglesia y desembocó en el interior, en cuyo altar se colocaron las ceras y las flores de chamaqui que profusamente adornaron ese lugar sagrado lleno de imágenes, en donde luego se ofició una misa.
Más tarde, en el templete colocado en el jardín central, frente al Palacio Municipal se presentaron grupos de rock, entre ellos El Haragán, que vino del D.F. para alegría y complacencia de los jóvenes tanto de la localidad como los venidos de otros municipios de la región y turistas.
Al día siguiente, desde la madrugada, en la misma iglesia se cantaron las mañanitas y se realizó la misa de Alba. Más tarde, en el atrio se llevó a cabo la coronación de las reinas del Café y del Huipil, esta última de origen indígena, ataviada con su enredo negro de lana, huipil y tocado de estambre negro, se hizo acompañar de sus doncellas con sus trajes típicos blancos y de los alcaldes tradicionales. Al final de ese acto que cumplía cincuenta años de llevarse a cabo, el presidente municipal entregó reconocimientos a las 50 mujeres que en su tiempo estuvieron en un templete como ése, adornado con hojas de cucharilla, luciendo su corona de reinas.
En el atrio, cada grupo de danzantes venidos de las juntas auxiliares que conforman el municipio, e inclusive de otros cercanos, interpretaron sus danzas al unísono, ocupando los pocos espacios de la explanada que les dejaban libres los cientos de espectadores congregados frente a la iglesia, en cuyo centro se yergue majestuoso el enorme palo volador de 30 metros de altura. Desde ahí, los Voladores celebraron su ritual solar, que han modificado en cierta manera, pues en vez de 5 voladores, ahora vuelan 7 personas -a veces inclusive participan mujeres-, haciendo que cada vez más sea un espectáculo solamente.
Negritos, Quetzales, Santiagos, Vegas, los danzantes eran numerosos, aunque esa ocasión faltaron otras danzas, dada la gran variedad que se puede observar en otras celebraciones. Bajo el quemante sol, con las pieles sudorosas, los danzantes soportaban el cansancio y tal vez la sed y el hambre, con tal de ofrendar a su santo patrono.
Después de bailar en el atrio, por turnos fueron entrando al templo, para danzar frente a la imagen de San Francisco, lo más cerca posible para que los pudiera ver y les diera sus bendiciones. Frente al altar, un grupo de voladores llegado de Xochiapulco, hace sonar los botines en las baldosas, acompañados de los sonidos de la flauta y el tambor frente al altar. A un costado, la guitarra y el violín acompañan la danza de Negritos y se confunden con los rezos de los fieles.
Todos los espacios libres se saturaron con los feligreses, indígenas y mestizos, a pesar de la amplitud del templo. Luego, el sacerdote oficiaría otra misa celebratoria, luciendo una estola bordada por manos indígenas con los colores y diseños de sus propios atuendos. Entre oración y oración, un coro interpreta los cantos sacros en la lengua náhuatl, para que todos participen de la devoción. Terminada la misa algunos emprenden camino a la casa del mayordomo en donde habrá comida suficiente para todos los que lleguen.
Afuera, en el atrio, otros grupos de voladores siguen girando alrededor del palo dando gracias a los dioses del Universo, al sol, al viento, inclinándose allá arriba hacia los 4 puntos cardinales con devoción, para que el mundo siga girando y la tierra continúe dando frutos.
Por la tarde en la Casa de la Cultura, se llevaron a cabo presentaciones de dos libros, uno de poesía totonaca: En el árbol de los ombligos, de Manuel Espinosa y otro de cuentos: En la boca del incendio, de quien esto escribe; además se impartió un taller de telar de cintura, se instalaron exposiciones pictóricas y antes de caer la noche, en el jardín central, sobre el templete para las actividades musicales continuó la diversión con la actuación de grupos de huapangueros, tanto de la región como del estado de Hidalgo, que suscitaron el entusiasmo de los espectadores, propios y extraños, aunque la mayoría se quedara con las ganas de zapatear, puesto que la topografía de Cuetzalan a la par que la ya mencionada profusión de puestos para venta de todo tipo de mercancías, no permitió espacio suficiente para ello.
Alrededor de las 9 de la noche, se quemó un castillo y un “torito” en el atrio de la iglesia, con profusión de luces. En la madrugada del sábado, poco antes de que cantaran los gallos, hasta los hoteles y posadas que rodean el zócalo de Cuetzalan aún se seguía escuchando la música del violín, la guitarra y la jarana, que acompañaron las coplas de los sones huastecos.